Jesús Castillo
El reportero se quedó atónito cuando vio la reacción del funcionario a su pregunta sobre el incremento del narcomenudeo en Cuernavaca y su zona conurbada. El secretario de gobierno, Eduardo Becerra Pérez, ya se había quitado el saco y ahora estaba en posición de guardia como un boxeador, aunque más bien parecía un peleador callejero.
“Ya me tienes hasta la madre con tus preguntas pendejas”, le espetó Eduardo Becerra Pérez, el número dos en el gobierno de Sergio Estrada Cajigal a Luis Hernández Hernández, corresponsal de Excelsior en Morelos, quien no cayó en la provocación.
El periodista sabía que saldría perdiendo si intentaba lanzarle un golpe al funcionario, máxime cuando uno de sus más cercanos colaboradores ya estaba presto a intervenir para quedar bien con su jefe, y los escoltas que merodeaban por el corredor del Palacio de Gobierno intervendrían inmediatamente.
“Usted es un servidor público, ¿quién perdería más?”, le dijo el reportero ante la mirada nerviosa de una presentadora de televisión y el fornido fotógrafo de El Sol de Cuernavaca que habían cubierto el izamiento de bandera en el zócalo de Cuernavaca.
Hasta ese momento Eduardo Becerra pareció entrar en razón. ¿Qué hacía ahí el secretario de Gobierno retando a un periodista a resolver sus diferencias a golpes? Por un lado daba una imagen de “entrón”, pero por otro lado, también se exhibía como una persona irascible que perdía los estribos fácilmente.
Era el tercer año de gobierno del panista que, hasta antes de ser presidente municipal de Cuernavaca en 1997, jamás había desempeñado un cargo en el servicio público, por lo que armó su gabinete con sus amigos y compañeros de escuela. Puso a su dentista como secretario de Salud y a su contador como secretario de Hacienda. Un compañero de banca en la secundaria, Guillermo Tenorio Ávila, lo hizo procurador de justicia.
En ese su primer círculo no podían faltar sus amigos desde la adolescencia Eduardo Becerra Pérez y Luis Camargo. Al primero, carente de título profesional y sin ninguna experiencia previa, lo hizo secretario de Gobierno, en tanto que el segundo, dedicado a las empresas de “hot line”, lo convirtió en coordinador de asesores.
Después de “trabajar” en Palacio de Gobierno, los tres se iban con todo y escoltas a la pista de Go Karts que hasta ahora se ubica en la esquina de Domingo Diez y Paseo del Conquistador, a dar rienda suelta a sus aficiones juveniles: los coches y el alcohol.
“El primer escándalo de su gestión estalló en los primeros tres meses: los llamados sergiobonos. Desde el gobernador hasta los directores generales se autoasignaron un aguinaldo de tres meses más un bono de productividad por sólo 90 días de trabajo. El regalito costó más de 10 millones de pesos del erario.
“Al mismo tiempo se conoció que los nuevos funcionarios se habían incrementado el salario casi al doble. Hoy un secretario gana 70 mil pesos y el gobernador 120 mil. También trascendió que todo el gabinete compró lujosas camionetas con cargo a los contribuyentes”, dice un reportaje publicado en La Jornada el domingo 8 de febrero del 2004 (https://www.jornada.com.mx/2004/02/08/mas-ramirez.html).
Una de las celebraciones más famosas de Estrada (después de su reciente boda) ocurrió en los primeros días de su gestión, cuando organizó una fiesta de disfraces en la casa de Gobierno, a la que asistió vestido de Drácula.
Otra anécdota que revela el estilo de gobernar de Estrada Cajigal y Eduardo Becerra es la siguiente:
Inventaron que los indios oneida, originarios del estado de Nueva York, Estados Unidos, estaban interesados en abrir un casino en Morelos. Ya estaba todo amarrado, visitaron la entidad y se reunieron con el gobernador y los diputados. Para firmar el acuerdo, los oneida invitaron al mandatario a su tierra.
Estrada formó su comitiva con algunos diputados amigos, incluido alguno del PRD. Cuando llegaron a Nueva York, como la ceremonia protocolaria estaba programada para el otro día, se fueron de farra, misma que se prolongó hasta la mañana siguiente. Todavía bajo los efectos etílicos, la comitiva oficial llegó tarde a la cita (algunos iban todavía con la copa en la mano). Los oneida les impidieron la entrada y hasta estuvieron a punto de golpear a uno de los legisladores que se puso impertinente. Al final, no se firmó nada y la inversión nunca se concretó.
No va usted a creer quién firma ese reportaje de La Jornada. Nada menos que Jesús Ramírez Cuevas, hoy coordinador general de Comunicación Social del presidente Andrés Manuel López Obrador, quien así definía al sexenio de Sergio Estrada Cajigal Ramírez:
“Frente a los conflictos sociales, el gobierno panista ha preferido no tomarse la molestia de escuchar y dialogar con los inconformes (y si lo hace no cumple con los compromisos); por el contrario, les aplica la misma táctica que a los pobladores de Tlalnepantla: primero minimiza los problemas; después busca desprestigiar las protestas y sus demandas; y cuando se desborda la situación por acciones desesperadas de la gente, los reprime con la fuerza pública. En la mayoría de los casos, convierte las luchas sociales o políticas en tramas judiciales para intimidar a los disidentes”.
Para lograr lo anterior contrataron los servicios del temible comandante guerrerense Agustín Montiel López, quien había sido jefe de escoltas de los Ruiz Massieu y tenía fama de sanguinario cuando fue jefe de reclusorios en el vecino estado de Guerrero. Lo designaron director de la Policía Ministerial, provocando la renuncia del entonces procurador, José Luis Urióstegui Salgado.
Montiel se encargaba de hacer las detenciones que le ordenaban Estrada y Becerra, y ya detenidos, los agentes del Ministerio Público “cuadraban” todo jurídicamente. Todo iba “viento en popa” hasta que Agustín Montiel López fue detenido cuando acudió a comparecer en la Procuraduría General de la república, en la Ciudad de México, acusado de proteger a un grupo de la delincuencia organizada.
Leal como un perro (cuentan los escoltas que cuando Sergio se emborrachaba agarraba a cachetadas a Montiel), el veterano policía se declaró culpable y no involucró a ninguno de sus jefes, quienes pasaron los dos últimos años de ese sexenio en permanente zozobra, ante la posibilidad de que en cualquier momento vinieran por ellos.
HASTA MAÑANA.