Echeverría, según Carrillo Olea

Jesús Castillo

Ayer cumplió 100 años de edad el expresidente de la República, Luis Echeverría Álvarez, quien además es prácticamente morelense pues solía pasar largos periodos de tiempo en alguna de sus casas en Morelos, particularmente en la que abarca toda una manzana y tiene su entrada principal por la avenida Ávila Camacho, donde hasta hace unos años todavía se manifestaban víctimas de su gobierno represivo.

Infinidad de anécdotas se cuentan por todos lados, algunas verídicas, otras tantas surgidas de la fantasía de la gente. La última que escuché es que la quinta “Los Belenes” fue donada a la Universidad Autónoma del Estado de Morelos obligado por un ofrecimiento de su esposa a la que él tuvo que acceder para que ella olvidara una de sus tantas infidelidades.

Una de las personas que más conoció de cerca al hoy centenario es sin duda el ex gobernador de Morelos, Jorge Carrillo Olea, miembro de su escolta personal a quien le pagó su silencio con una provechosa carrera en la administración pública.

Carrillo Olea, a quien la periodista y escritora Anabel Hernández ha definido como “el padre de la Inteligencia en México”, recuerda que su vocación inicial por estudiar “Estado Mayor” se despertó en 1955, (a sus 17 años, cuando iba en el segundo año del Colegio Militar), sin saber exactamente de lo que se trataba y mucho menos sus implicaciones. En 1970 se incorporó al Estado Mayor Presidencial y en esa época tuvo su primer contacto formal con el concepto básico de inteligencia estratégica en la Escuela Superior de Guerra.

Su cargo específico en el EMP fue “jefe de la Sección Segunda”, que los militares identifican perfectamente como el área de inteligencia y seguridad al servicio del presidente, aunque esto último en la práctica lo hacía un grupo de agentes de la Dirección Federal de Seguridad.

Una fecha que quedó marcada en su historia fue el 14 de marzo de 1975, día en que se llevó a cabo un evento en la Facultad de Derecho de la UNAM, cuando todavía estaban frescos los recuerdos de lo acontecido en Tlatelolco en 1968 y en San Cosme en 1971, el llamado “Halconazo”.

La decisión presidencial ya estaba tomada. Sobre su visita a la Facultad de Derecho organizada por José Murat (muy activo desde entonces en la UNAM), nada se habló oficialmente. Varias veces se discutió entre algunos miembros del gabinete la conveniencia del acto, siempre ante el presidente, supuestamente para enriquecer sus criterios. Las opiniones eran muy rebuscadas, unas más acomedidas y otras menos moderadas, pero todas encaminadas a agradar al jefe del Ejecutivo, escribió Carrillo Olea en su libro “Torpezas de la Inteligencia”.

“Mire, mi teniente coronel, para el acto de la Universidad quiero acudir solo. No habrá escolta y no quiero que usted o sus ayudantes porten armas o radios que los identifiquen ante los muchachos; eso se podría entender como un acto de provocación. Tampoco quiero que esté presente el Estado Mayor: lo quiero a usted solo”, le dijo Luis Echeverría.

Lo único que hizo el entonces jefe de seguridad del presidente fue ubicar cuatro o cinco automóviles y una camioneta Van pintada como si fuera una distribuidora de pan Bimbo, pero que en su interior llevaba personal médico de emergencia.

Todo estaba en orden cuando los estudiantes llenaron aceleradamente el auditorio. El barullo era terrible, los corredores estaban atestados, pero no había señalas de amenaza alguna.

“Sin embargo, pocos minutos antes de la llegada del presidente, escuché estruendos en la parte de arriba; un grupo golpeaba las puertas de acceso de la galería y, finalmente, las rompió. Enseguida entró una turba de muchachos haciendo mucho ruido. El clima se calentó y mi preocupación creció.

Jorge Carrillo Olea narra cómo sacó de ese auditorio al presidente Luis Echeverría cuando una muchedumbre comenzó a romper los vidrios con tepalcates de los macetones que habían roto previamente, uno de los cuales le dio al presidente en la frente y lo hizo sangrar.

“A mi izquierda localicé una ventana, de las llamadas ojo de buey, y me lancé de cabeza por ella sin saber exactamente su altura o sobre qué caería. Me condujo a una puerta de lámina negra: la salida de la escalera de emergencia. Golpeé fuerte con los puños y grité: “Señor presidente, señor presidente”. Y él contestó desde adentro: “¿Mi teniente coronel?”, “¡Sí, abra usted la puerta!”, grité. Lo hizo y se produjo en mí una sensación inenarrable: el titular del Ejecutivo estaba propiamente en mis manos, todavía indemne, sin daño alguno, pero acosado por las circunstancias”.  

Prácticamente en vilo llevaron al presidente al estacionamiento y no alcanzaron a llegar a donde estaban los vehículos oficiales, sino que al entonces coronel Carrillo Olea se le ocurrió utilizar un vehículo Maverick rojo que su propietario (un muchacho dedicado a imprimir tesis y que esa tarde debía entregar varias) ya había puesto en marcha para huir de la revuelta estudiantil, pero que finalmente sirvió de vehículo de escape para un mandatario repudiado.

“El presidente reía a carcajadas. Llegamos al final del estacionamiento y aprovechamos una especie de rampa de tierra para brincar la banqueta y entrar en una mezcla de floresta y pedregal, tan propia de la Ciudad Universitaria. Desde luego, yo no sabía, porque nunca lo calculé, a dónde llevaba aquella brecha. Lo único seguro era que nos alejaba de los estudiantes que aún nos perseguían. Luego de un kilómetro, llegamos a Insurgentes, pero en sentido contrario”.

Relata que el presidente se carcajeaba y gritaba: “¡Igual que en Los Intocables!”.  ¿Por qué lo hacía? El autor del libro no lo sabe, pero supone que era porque el presidente se sentía seguro y confiaba plenamente en su equipo de seguridad, por lo que se le hacía divertido todo lo que estaba pasando.

Para quienes no fue divertido fue para su familia y gabinete, pues durante casi una hora (tomando en cuenta que no existían teléfonos celulares) el presidente de la República estaba “desaparecido” tras un incidente con estudiantes. Ya en la residencia oficial de Los Pinos, la reacción del presidente de la República dejó estupefacto al que años más tarde sería gobernador de Morelos:

“Quiero ver una película después de comer. Busquen al proyeccionista”.

HASTA MAÑANA.