1996: crimen de Estado

En el libro de registros del Juzgado de Primera Instancia del Cuarto Distrito Judicial, con sede en Jojutla, en la página correspondiente al 15 de abril de 1996, quedó asentada una leyenda que en los hechos viene a ser la constancia de un “crimen de estado” cometido por el gobierno de Jorge Carrillo Olea, en el que hubo una confabulación entre los poderes ejecutivo y judicial para encubrir el homicidio de un ciudadano de Tepoztlán de nombre Marcos Olmedo.

“Comparece el C. Josué Tapia Acevedo, delegado de la Procuraduría de Justicia en el Cuarto Distrito a retirar la averiguación previa que se había consignado en contra del C. Enrique Flores Reyna por el delito de homicidio calificado en agravio de Marcos Olmedo Gutiérrez”, dice el texto de puño y letra del funcionario, además de su firma.

El juez era Gabriel Armando Malpica Vides, quien no se opuso a que se hiciera un movimiento nunca antes visto en el Poder Judicial de Morelos. Ya había recibido línea del entonces presidente del Tribunal Superior de Justicia, Jorge Arturo García Rubí, quien a su vez había sido instruido por el procurador Carlos Peredo Merlo,” brazo derecho” del gobernador Carrillo Olea.

Y es que el responsable del asesinato había sido el capitán Juan Manuel Ariño Sánchez, uno de los militares que trajo el general Carrillo Olea para hacerse cargo de la seguridad pública, pero se pretendía poner como “chivo expiatorio” a un comandante de la Policía Preventiva, oriundo de Morelos y que era muy querido por la tropa: Enrique Flores Reyna.

El 10 de abril de 1996 el presidente de la República Ernesto Zedillo Ponce de León visitó el estado de Morelos para encabezar la ceremonia por el aniversario luctuoso de Emiliano Zapata, en la Hacienda de Chinameca, municipio de Ayala.

“No quiero que ningún grupo llegue a importunar al presidente”, fue la orden del General Carrillo Olea a su secretario de Seguridad Pública, José Abraján Mejía; al jefe del Estado Mayor, Cuauhtémoc Torga Rivera y Juan Manuel Ariño Sánchez, director de la Policía Preventiva, todos militares.

Ese día por la mañana, un contingente del Comité de la Unidad Tepozteca (CUT) que encabezaba Lázaro Rodríguez Castañeda, salieron de Tepoztlán con la intención de llegar a Chinameca a bordo de varios camiones y camionetas con la intención de llegar a la ex hacienda donde estaba Ernesto Zedillo.

Sin embargo, a la altura del poblado de San Rafael Zaragoza se encontraron con varios camiones cargados de caña que se encontraban bloqueando el camino y un retén de granaderos formando una valla; por tal motivo, bajaron de los vehículos en que circulaban e intentaron romper el cerco por lo cual los elementos policíacos los agredieron con sus escudos y macanas, respondiendo los declarantes a esa agresión arrojándoles piedras a los policías, logrando con ello que se replegaran y los vehículos avanzaran.

“En ese momento los elementos de seguridad pública comenzaron a dispararles con armas de fuego; por ello, tuvieron que correr a esconderse atrás de los vehículos, percatándose de que en esos momentos caía desplomado el señor Marcos Olmedo Gutiérrez”, narró uno de los testigos.

Los tepoztecos declararon más tarde que las personas que se encontraban arriba de los microbuses y camiones fueron bajadas de manera violenta y con palabras altisonantes; que fueron llevadas a las camionetas, de color blanco, de la policía, las cuales se encontraban en el otro extremo de la nueva valla que habían formado los granaderos; que a los detenidos se les tuvo bajo el sol por muchas horas, sin agua ni comida, para luego trasladarlos a la ciudad de Cuernavaca a fin de que rindieran su declaración ante el Ministerio Público.

Enrique Flores Reyna, un veterano policía que encabezaba el grupo de reacción inmediata de la Policía Preventiva escuchaba por la frecuencia policiaca todo lo que ocurría en Tlaltizapán estacionado en un punto estratégico de la capital morelense a bordo de su patrulla.

De pronto escuchó su clave con la que lo identificaban en el radio, indicándole que por órdenes superiores se presentara en la base Zapata. Así lo hizo, recibiendo las instrucciones del capitán Cuauhtémoc Torga Rivera, jefe del estado mayor de la SSP, para que acudiera al lugar del conflicto pero no a bordo de su patrulla, sino de una camioneta verde que la Policía tenía para “casos especiales”.

Entendió que la operación sería encubierta, por lo que se despojó de su camisola con las insignias de la Policía, ordenándole a algunos de sus elementos que hicieran lo mismo.

Así fue como se dirigió a Tlaltizapán, llegando por el lado donde se encontraban todas las camionetas de la Policía Judicial y de Policía Preventiva. Ya lo esperaba el capitán Juan Manuel Ariño, un sujeto alto de ojos azules que en ese momento no traía uniforme, sino botas y camisa a cuadros, estilo vaquero.

–Hay que subir el cuerpo a la camioneta-, le ordenó el militar-.

–Y ¿qué hago con él mi comandante?- contestó Flores Reyna.

–Usted súbalo y sáquelo de aquí. El mando le dirá qué hacer—contestó Ariño con la soberbia que le caracterizaba, a él y a los demás militares que habían llegado con Carrillo Olea.

El comandante Flores Reyna manejó la camioneta verde con el cadáver rumbo a la autopista del sol. Ahí recibió la primera instrucción que se dirigiera a Huitzilac. Se fue por la autopista y se salió a la carretera federal. Entonces le ordenaron que regresara, a lo que el comandante obedeció.

Ya caía la tarde cuando le pidieron que se comunicara a la base por teléfono. “El mando ordena que se deposite el cuerpo en el módulo de Jojutla”, escuchó por el auricular.

El comandante Flores Reyna explicó los riesgos que había, pero no hubo marcha atrás en la instrucción. Temeroso, se dirigió al módulo de justicia de Jojutla, pero no se pudo acercar porque ya había gente de Tepoztlán preguntando por el cadáver de su compañero.

Lo que hizo fue detenerse en un terreno baldío aledaño a las instalaciones de la Procuraduría, y en cuestión de segundos aventó el cadáver sobre los surcos del cañaveral. Unos policías judiciales que se encontraban en el módulo se dieron cuenta de que algo extraño estaba ocurriendo y fueron en su persecución a bordo de una camioneta oficial, pero Flores Reyna los perdió rápidamente.

Al otro día llegó a las instalaciones de Base Zapata, donde sus superiores le informaron que debía comparecer ante el Ministerio Público que se ubicaba en un edificio contiguo. Confiado en que sólo había acatado órdenes, se dirigió a las oficinas de la Procuraduría donde ya lo esperaba una mecanógrafa lista para asentar su declaración.

–Es una declaración de mero trámite—le dijo el agente del MP en turno–.

El comandante Enrique Flores Reyna comenzó a narrar lo que había sucedido sin mencionar lo del cadáver. Cada vez que había alguna frase que comprometiera a sus superiores, el agente del MP lo reconvenía, y la mecanógrafa terminaba poniendo lo que su jefe le decía, no lo que declaraba el policía.

Cuando terminó de dar su testimonio intentó retirarse. Hasta ese momento se dio cuenta que, discretamente, dos agentes de la Policía Judicial se habían puesto atrás de él. “Tenemos órdenes de llevarlo a separos mi comandante, usted entenderá que sólo obedecemos”, se justificaron.

La noticia de que el comandante Enrique Flores Reyna estaba detenido por el homicidio de Marcos Olmedo corrió como reguero de pólvora. Sus elementos estaban inconformes y amenazaron con tomar las instalaciones de la Procuraduría. Unos abogados que le tenían aprecio se apresuraron a tramitar un amparo.

Pero lo que fue determinante fue una plática que sostuvo con una funcionaria de la Procuraduría de Justicia ya entrada la noche. “Ustedes saben que yo no lo maté, sólo lo fui a tirar porque así me lo ordenaron los militares que dirigen este estado, pero si a esas vamos, yo declaro lo que realmente ocurrió”.

La funcionaria se retiró en silencio y se dirigió a la oficina del procurador Carlos Peredo Merlo. “Ya se consignó la averiguación previa pidiendo orden de aprehensión contra el comandante Flores Reyna, pero ahorita lo solucionamos”, dijo el poderoso funcionario al tiempo que tomaba el teléfono de su escritorio.

Así, el delegado de la Procuraduría de Justicia en la zona sur fue obligado a “desconsignar” la averiguación previa en la que aparecía Enrique Flores Reyna, y posteriormente remitir al juzgado otro expediente por los mismos hechos, pero ahora poniendo como responsables al capitán Juan Manuel Ariño y a 28 elementos del grupo antimotines.

Por presiones del gobierno federal y de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, quedaron sujetos a formal prisión el director Ariño Sánchez y el subdirector Octavio Rodríguez. Sin embargo, recibieron todos los beneficios necesarios para que no declararan en contra de sus superiores, incluyendo una reparación del daño pagada a familiares de la víctima por el gobierno del estado, y un pliego de acusaciones muy flojo, lo que permitió que obtuvieran su libertad bajo fianza y continuaran su proceso en la comodidad de sus hogares, ya no por homicidio, sino por encubrimiento.

HASTA EL LUNES.