Tenía 29 años que no venía el titular del Poder Ejecutivo al Aniversario Luctuoso de Emiliano Zapata en Morelos. El último fue Ernesto Zedillo, en 1996, cuando su visita para dejar una corona de flores en su honor se vio manchada por el cobarde asesinato de Marcos Olmedo, el campesino tepozteco que cayó víctima de una bala que salió de la pistola de Juan Manuel Ariño, el capitán del Ejército en funciones de Seguridad Pública al que el entonces gobernador Jorge Carrillo Olea le dio el encargo de que “ningún grupo se acerque a importunar al presidente”.
Aquel 10 de abril de 1996, Enrique Flores Reyna, un experimentado policía que encabezaba el Grupo de Reacción Inmediata de la Policía Preventiva, escuchaba por la frecuencia policiaca todo lo que ocurría en el operativo para la visita presidencial, estacionado en un punto estratégico de la capital morelense a bordo de su patrulla.
De pronto escuchó su clave con la que lo identificaban en el radio, indicándole que por órdenes superiores se presentara en la Base Zapata. Así lo hizo, recibiendo las instrucciones del capitán Cuauhtémoc Torga Rivera, jefe del estado mayor de la Secretaría de Seguridad Pública para que acudiera al lugar del conflicto, pero no a bordo de su patrulla, sino de una camioneta verde que la Policía tenía para “casos especiales”.
Entendió que la operación sería encubierta, por lo que se despojó de su camisola con las insignias de la Policía, ordenándole a algunos de sus elementos que hicieran lo mismo.
Así fue como se dirigió a Tlaltizapán, llegando por el lado donde se encontraban todas las camionetas de la Policía Judicial y de Policía Preventiva. Ya lo esperaba el capitán Juan Manuel Ariño, un sujeto alto de ojos azules que en ese momento no traía uniforme, sino botas y camisa a cuadros, estilo vaquero.
—Hay que subir el cuerpo a la camioneta—, le ordenó el militar—.
—Y ¿qué hago con él, mi comandante? —contestó Flores Reyna.
—Usted súbalo y sáquelo de aquí. El mando le dirá qué hacer—contestó Ariño con la soberbia que le caracterizaba, a él y a los demás militares que habían llegado con Carrillo Olea.
El comandante Flores Reyna manejó la camioneta verde con el cadáver rumbo a la autopista del sol. Ahí recibió la primera instrucción que se dirigiera a Huitzilac. Se fue por la autopista y se salió a la carretera federal. Entonces le ordenaron que regresara, a lo que el comandante obedeció.
Ya caía la tarde cuando le pidieron que se comunicara a la base por teléfono. “El mando ordena que se deposite el cuerpo en el módulo de Jojutla”, escuchó por el auricular.
El comandante Flores Reyna explicó los riesgos que había, pero no hubo marcha atrás en la instrucción. Temeroso, se dirigió al módulo de justicia de Jojutla, pero no se pudo acercar porque ya había gente de Tepoztlán preguntando por el cadáver de su compañero.
Lo que hizo fue detenerse en un terreno baldío aledaño a las instalaciones de la Procuraduría, y en cuestión de segundos aventó el cadáver sobre los surcos del cañaveral. Unos policías judiciales que se encontraban en el módulo se dieron cuenta de que algo extraño estaba ocurriendo y fueron en su persecución a bordo de una camioneta oficial, pero Flores Reyna los perdió rápidamente.
Al otro día llegó a las instalaciones de Base Zapata, donde sus superiores le informaron que debía comparecer ante el Ministerio Público que se ubicaba en un edificio contiguo. Confiado en que sólo había acatado órdenes, se dirigió a las oficinas de la Procuraduría donde ya lo esperaba una mecanógrafa lista para asentar su declaración.
—Es una declaración de mero trámite—le dijo el agente del MP en turno—.
El comandante Enrique Flores Reyna comenzó a narrar lo que había sucedido sin mencionar lo del cadáver. Cada vez que había alguna frase que comprometiera a sus superiores, el agente del MP lo reconvenía, y la mecanógrafa terminaba poniendo lo que su jefe le decía, no lo que declaraba el policía.
Cuando terminó de dar su testimonio intentó retirarse. Hasta ese momento se dio cuenta que, discretamente, dos agentes de la Policía Judicial se habían puesto atrás de él. “Tenemos órdenes de llevarlo a separos mi comandante, usted entenderá que sólo obedecemos”, se justificaron.
La noticia de que el comandante Enrique Flores Reyna estaba detenido por el homicidio de Marcos Olmedo corrió como reguero de pólvora. Sus elementos estaban inconformes y amenazaron con tomar las instalaciones de la Procuraduría. Unos abogados que le tenían aprecio se apresuraron a tramitar un amparo.
Pero lo que fue determinante fue una plática que sostuvo con una funcionaria de la Procuraduría de Justicia ya entrada la noche. “Ustedes saben que yo no lo maté, sólo lo fui a tirar porque así me lo ordenaron los militares que dirigen este estado, pero si a esas vamos, yo declaro lo que realmente ocurrió”.
La funcionaria se retiró en silencio y se dirigió a la oficina del procurador Carlos Peredo Merlo. “Ya se consignó la averiguación previa pidiendo orden de aprehensión contra el comandante Flores Reyna, pero ahorita lo solucionamos”, dijo el poderoso funcionario al tiempo que tomaba el teléfono de su escritorio.
Así, el delegado de la Procuraduría de Justicia en la zona sur, Josué Tapia Acevedo, fue obligado a “desconsignar” la averiguación previa en la que aparecía Enrique Flores Reyna, y posteriormente remitir al juzgado otro expediente por los mismos hechos, pero ahora poniendo como responsables al capitán Juan Manuel Ariño y a 28 elementos del grupo antimotines.
Por presiones del gobierno federal y de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, quedaron sujetos a formal prisión el director Ariño Sánchez y el subdirector Octavio Rodríguez. Sin embargo, recibieron todos los beneficios necesarios para que no declararan en contra de sus superiores, incluyendo una reparación del daño pagada a familiares de la víctima por el gobierno del estado, y un pliego de acusaciones muy flojo, lo que permitió que obtuvieran su libertad bajo fianza y continuaran su proceso en la comodidad de sus hogares, ya no por homicidio, sino por encubrimiento.
Casi tres décadas después, el aniversario por la muerte del caudillo del sur fue totalmente diferente. Por principio de cuentas, dos mujeres ocupan ya la titularidad del Poder Ejecutivo, tanto a nivel estatal como federal: Margarita González Saravia y Claudia Sheinbaum Pardo, respectivamente. Ellas encabezaron la ceremonia conmemorativa del 106 aniversario luctuoso de Emiliano Zapata Salazar, que en esta ocasión estuvo dedicada a las mujeres ejidatarias de Morelos y México. En un acto de justicia, se entregaron títulos y constancias de propiedad a integrantes de la Red de Mujeres Agraristas, reconociendo todos sus derechos como poseedoras de la tierra.
No cabe duda de que los tiempos cambian.
HASTA EL LUNES.